
Las mediocres actuaciones de los dos máximos referentes del fútbol argentino en el MDC podrían ser el disparador de un análisis profundo sobre el verdadero nivel de nuestros equipos al momento de competir internacionalmente. Exceptuando, claro, a la Selección.
El fútbol argentino fue, es y seguirá siendo competitivo. Seguiremos formando jugadores distintos que ofreceremos al mundo, y por eso mismo, continuaremos teniendo una selección nacional fuerte. Porque, entre otras cosas, contamos con algo difícil de encontrar en otras partes del mundo: la pasión, vivida en un nivel único como sucede en nuestro país.
Sin embargo, el fútbol ha ido mutando en varios aspectos, sobre todo en Europa, y en Argentina no se han producido los mismos niveles de transformación ni adaptación. Seguimos atados a creencias populares muy arraigadas, que dificultan una renovación de paradigmas dentro de nuestro fútbol.
Una de las primeras grandes diferencias que se produjo en el fútbol europeo —en comparación con las décadas del ’70 y ’80— fue la incorporación de futbolistas afrodescendientes. No se trató solo de jugadores traídos de África, sino de jóvenes nacidos y criados en Europa, con todos los beneficios que eso implica, incluida una mentalidad propia del entorno europeo. Esto enriqueció a los equipos del Viejo Continente no solo en lo físico, sino también en lo técnico, manteniendo su idiosincrasia futbolera y potenciando su estructura y rendimiento.

pero hijo de padres nacidos en isla de Guinea-Bisáu, Africa.
En ese sentido, Brasil no se vio tan afectado, ya que aproximadamente el 80% de sus futbolistas son afrodescendientes. Conservan su habitual técnica y una mentalidad competitiva histórica. En sus divisiones inferiores, además, comenzaron a priorizar el aspecto físico, buscando, dentro de lo posible, jugadores con una estatura mínima de 1,80 m.
Esto no ocurrió —ni ocurre tanto— en nuestro fútbol. La presencia de población afrodescendiente en Argentina es mínima. La altura promedio de un argentino ronda los 1,74 m. De entrada, competimos con cierta desventaja. Por suerte, en el fútbol, a diferencia de otros deportes, el físico no es determinante, aunque su influencia es cada vez más importante y decisiva.
Hasta aquí, el análisis de lo visible. Pero lo más difícil de modificar para adaptarnos al nuevo fútbol es lo que no se ve: lo que está en la cabeza, en la idiosincrasia, en las costumbres de nuestro juego.
La gambeta fue, es y será parte de nuestra identidad. Para muchos, un buen jugador es aquel que gambetea bien y puede sacarse rivales de encima. Pero el fútbol mundial ha cambiado: hoy, ante defensas bien preparadas físicamente, ya no es tan fácil eludir a uno, mucho menos a dos jugadores. Por eso, ese debe ser uno de los primeros paradigmas a revisar: priorizar la inteligencia para jugar simple por sobre la gambeta. No eliminarla —porque es casi esencia del juego—, sino transformarla en una herramienta más, no en la principal. A nivel profesional, cuesta encontrar equipos argentinos que jueguen a uno o dos toques, acelerando los ataques con fluidez.

Otro factor que condiciona nuestra competitividad es el famoso “huevo”. Para el hincha argentino, lo primero que debe tener un equipo es actitud; segundo, actitud; y tercero, si se juega bien, mejor. Esa actitud compensa falencias: por eso, por ejemplo, Boca, con un plantel limitado, pudo “competir” ante Benfica o Bayern Múnich. Pero, en cuanto a juego, mostró poco y nada. Está claro que con “huevo” no le alcanzo.
El fútbol argentino, sus protagonistas e hinchas, deben comprender que con actitud sola no alcanza. Se necesita equilibrio entre entrega y calidad de juego.
La Selección Argentina es ejemplo de ese balance: circulación rápida, toques simples, cortos y a gran velociad, sacrificio colectivo, presión alta y destellos técnicos desequilibrantes, con Messi como bandera.
Por otro lado, las sucesivas crisis económicas han dejado huella en nuestro fútbol. Los mejores jugadores se van cada vez más jóvenes, y los extranjeros sudamericanos prefieren Brasil antes que Argentina. Eso explica, en parte, por qué nuestros equipos enfrentan a los brasileños con garra y esfuerzo, intentando frenar la diferencia técnica con intensidad e inteligencia táctica. Esta situación es histórica, pero años atrás se jugaba más frente a nuestros eternos rivales.
A nivel local, si no empezamos a revisar en profundidad nuestra forma de pensar y hacer fútbol —desde dirigentes hasta hinchas—, los resultados seguirán siendo los mismos: dominio brasileño en América y grave dificultad para competir contra equipos europeos.
Ojalá podamos cambiar el paradigma. Que dejemos de “pelear” los partidos y empecemos a “jugarlos”. Porque, aunque lo vivamos con pasión, el fútbol sigue siendo, esencialmente, un juego.